Apartamentos con piscina de Alquiler Completo
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APARTAMENTOS CON PISCINA DE ALQUILER COMPLETO RUSTICAE
Casas Rurales con Piscina
Apartamentos con Piscina¿Estás pensando en reservar una casa de alquiler completo y apartamento con piscina?
Existen piscinas infinitas, de agua dulce o agua salada, piscinas con vistas al mar o con vistas a la montaña. Piscinas isla, piscinas estanque, naturales, clásicas, modernas, climatizadas… Piscinas para que los niños jueguen y piscinas para disfrutarlas en soledad, sin que nadie moleste, sin que se mueva el agua. Para sumergirse en ellas o para hacerse el muerto. Están las piscinas para nadar o simplemente las piscinas para quitarse el calor con un simple chapuzón. ¿Te contamos un secreto? Todas estas piscinas están en Rusticae. Aquí podrás encontrar un amplio abanico de casas rurales de alquiler completo y apartamentos con piscina. Y es que Rusticae selecciona los mejores alojamientos para que disfrutes de tus vacaciones o simplemente de una merecida escapada de fin de semana.
Existe mucha literatura en torno a las piscinas por extraño que parezca, por eso te proponemos una lectura imprescindible para cuando reserves alguna de estas casas rurales de alquiler completo y apartamentos con piscina de Rusticae.
Se trata del cuento de John Cheever, El nadador, uno de los mejores relatos de la literatura norteamericana, que fue adaptado al cine en una película protagonizada por Burt Lancaster.
Aquí os dejamos un extracto del texto para que empieces a zambullirte en esta obra maestra:
“Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
–Anoche bebí demasiado.
Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno–dos, uno–dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin traje de baño, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa…”
En cualquier punto de la geografía española puedes alojarte en las casas rurales de alquiler completo y apartamentos con piscina de Rusticae. Cuando las conozcas solo desearás que el tiempo se detenga y refrescarte en cualquiera de ellas. Casas Rurales con Piscina
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Existe mucha literatura en torno a las piscinas por extraño que parezca, por eso te proponemos una lectura imprescindible para cuando reserves alguna de estas casas rurales de alquiler completo y apartamentos con piscina de Rusticae.
Se trata del cuento de John Cheever, El nadador, uno de los mejores relatos de la literatura norteamericana, que fue adaptado al cine en una película protagonizada por Burt Lancaster.
Aquí os dejamos un extracto del texto para que empieces a zambullirte en esta obra maestra:
“Era uno de esos domingos de mediados del verano, cuando todos se sientan y comentan:
–Anoche bebí demasiado.
Quizá uno oyó la frase murmurada por los feligreses que salen de la iglesia, o la escuchó de labios del propio sacerdote, que se debate con su casulla en el vestiarium, o en las pistas de golf y de tenis, o en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufre el terrible malestar del día siguiente.
–Bebí demasiado –dijo Donald Westerhazy.
–Todos bebimos demasiado –dijo Lucinda Merrill.
–Seguramente fue el vino –dijo Helen Westerhazy–. Bebí demasiado clarete.
Esto sucedía al borde de la piscina de los Westerhazy. La piscina, alimentada por un pozo artesiano que tenía elevado contenido de hierro, mostraba un matiz verde claro. El tiempo era excelente. Hacía el oeste se dibujaba un macizo de cúmulos, desde lejos tan parecido a una ciudad –vistos desde la proa de un barco que se acercaba– que incluso hubiera podido asignársele nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba fuerte. Neddy Merrill estaba sentado al borde del agua verdosa, una mano sumergida, la otra sosteniendo un vaso de ginebra. Era un hombre esbelto –parecía tener la especial esbeltez de la juventud– y, si bien no era joven ni mucho menos, esa mañana se había deslizado por su baranda y había descargado una palmada sobre el trasero de bronce de Afrodita, que estaba sobre la mesa del vestíbulo, mientras se enfilaba hacia el olor del café en su comedor. Podía habérsele comparado con un día estival, y si bien no tenía raqueta de tenis ni bolso de marinero, suscitaba una definida impresión de juventud, deporte y buen tiempo. Había estado nadando, y ahora respiraba estertorosa, profundamente, como si pudiese absorber con sus pulmones los componentes de ese momento, el calor del sol, la intensidad de su propio placer. Parecía que todo confluía hacia el interior de su pecho. Su propia casa se levantaba en Bullet Park, unos trece kilómetros hacia el sur, donde sus cuatro hermosas hijas seguramente ya habían almorzado y quizá ahora jugaban a tenis. Entonces, se le ocurrió que dirigiéndose hacia el suroeste podía llegar a su casa por el agua. Su vida no lo limitaba, y el placer que extraía de esta observación no podía explicarse por su sugerencia de evasión. Le parecía ver, con el ojo de un cartógrafo, esa hilera de piscinas, esa corriente casi subterránea que recorría el condado. Había realizado un descubrimiento, un aporte a la geografía moderna; en homenaje a su esposa, llamaría Lucinda a este curso de agua. No le agradaban las bromas pesadas y no era tonto, pero sin duda era original y tenía una indefinida y modesta idea de sí mismo como una figura legendaria. Era un día hermoso y se le ocurrió que nadar largo rato podía ensanchar y exaltar su belleza.
Se quitó el suéter que colgaba de sus hombros y se zambulló. Sentía un inexplicable desprecio hacia los hombres que no se arrojaban a la piscina. Usó una brazada corta, respirando con cada movimiento del brazo o cada cuatro brazadas y contando en un rincón muy lejano de la mente el uno–dos, uno–dos de la patada nerviosa. No era una brazada útil para las distancias largas, pero la domesticación de la natación había impuesto ciertas costumbres a este deporte, y en el rincón del mundo al que él pertenecía, el estilo crol era usual. Parecía que verse abrazado y sostenido por el agua verde claro era no tanto un placer como la recuperación de una condición natural, y él habría deseado nadar sin traje de baño, pero en vista de su propio proyecto eso no era posible. Se alzó sobre el reborde del extremo opuesto –nunca usaba la escalerilla– y comenzó a atravesar el jardín. Cuando Lucinda preguntó adónde iba, él dijo que volvía nadando a casa…”
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